En la arquitectura clásica se intentó siempre tener presente los preceptos platónicos sobre ‘lo bueno, lo bello y lo verdadero’. La belleza, el bien y la verdad eran conceptos inseparables. Lo bello era estética y funcionalmente bello, y lo funcionalmente bello era bueno. Lo verdadero era el conocimiento de la realidad, y el conocimiento, inherentemente, era bueno y bello. Hacer arquitectura bella implicaba hacerla buena y verdadera. La belleza en la arquitectura, entonces, no solo era valorada a través de criterios estéticos, sino también a través de la moral. Y la moral, subjetiva y cambiante según las sociedades y los tiempos, siempre ha sido establecida por las personas. Aquellas quienes determinaban qué era lo bueno definían también los cánones de belleza, imponiendo, de alguna manera, una verdad.
Con el paso de los años, la inseparabilidad de la belleza, el bien y la verdad fue relativizada. Con cada nuevo movimiento arquitectónico que surgía se asumían nuevas prioridades: a veces la belleza estética se imponía a la belleza funcional; a veces la belleza funcional, ante la estética. Cualquiera que fuese el caso, la verdad (que para Platón era una verdad absoluta) se limitaba a ser una verdad parcial al responder a una realidad diagnosticada parcialmente, la que posteriormente era validaba por convención de unos cuantos y adoptada progresivamente por el gremio. Para el movimiento moderno, por ejemplo, la función dominaba la estética y la verdad se basaba en su particular entendimiento de lo que acontecía en el siglo XX. La interpretación propia de una realidad específica siempre ha sido la fuente para establecer la moral en la arquitectura.
En el Perú, sin embargo, si bien los diagnósticos han ido variando con las posturas sobre lo arquitectónicamente correcto (bueno, bello y verdadero), lo que poco ha variado ha sido el objeto de estudio. La realidad abordada por el arquitecto, durante mucho tiempo y salvo algunos esfuerzos aislados, solo ha sido la asociada a aquel usuario que pudiese disponer de sus servicios. La realidad, y por ende la necesidad, del estado, de la iglesia, del inversionista, o simplemente, la del cliente (y la de sus recursos), ha sido la fuente en la que se ha basado el gremio para establecer criterios en torno a la valorización de la belleza (estética y funcional) de los edificios y la asunción de la verdad.
Pero desde hace algunos años, especialmente en Lima, ha surgido el interés arquitectónico por aproximarse a ‘otra’ realidad: la de aquellos que habitan en condiciones de pobreza y precariedad urbana (y que obviamente no podrían acceder a los servicios de un arquitecto). Este interés no se debe confundir con el interés científico. Mientras que el fin del interés científico es generar conocimiento acumulativo que contribuya al entendimiento general de la realidad, el fin de establecer lo arquitectónicamente correcto es adoptar una verdad a partir de lo que se considera bello y bueno. Y este es precisamente el problema, porque en el afán de responder a esta ‘otra’ realidad se ha empezado a establecer – voluntaria o involuntariamente – obvias diferencias entre lo que se acepta como arquitectura y lo que se acepta como arquitectura ‘social’.
Por un lado, para la arquitectura a secas, entendida por aquella que gira en torno al cliente con recursos, se ha decidido que los parámetros sobre lo bello y lo bueno deben ser lo suficientemente estrictos. Una edificación, para ser estética y funcionalmente bella debe cumplir con ciertos cánones y normativas para garantizar su calidad: debe estar bien emplazada, debe tener buena composición de fachadas, volumetrías y colores; debe considerar las medidas mínimas necesarias; debe tener buena iluminación; debe usar materiales adecuados; debe usar técnicas constructivas adecuadas; debe ser sismo-resistente; debe considerar la seguridad; debe tener en cuenta la movilidad reducida; debe considerar la evacuación; y debe satisfacer una larga lista de etcéteras. Si la edificación cumple con estas normas, es arquitectónicamente correcta, y probable candidata a un Hexágono de Oro.
Por otro lado, para la arquitectura ‘social’, entendida por aquella que gira en torno al usuario con escasos recursos, se ha decidido, justificándose en la propia escasez, que los cánones para determinar lo bello y lo bueno sean más bien laxos. Como en muchos de estos casos la acción de intervenir importa más que la intervención en si misma, se ha asumido un acuerdo silencioso sobre lo que es aceptable sacrificar. Así, la reducción del estándar de lo estética y funcionalmente bello se vuelve comprensible porque se sobreentiende que, debido a la insuficiencia de recursos, no se puede recurrir a materiales de ‘mejor’ calidad; o porque se ‘sabe’ que es necesario emplear colores estridentes debido a que ello, obviamente, caracteriza a ‘lo popular’; o porque el riesgo no se ve en las fotos y se puede camuflar; o porque las necesidades tecnológicas reales pueden ser dejadas en un segundo plano porque ‘lo verde’ es lo que debería imperar.
Sarcasmo aparte, lo cierto es que las licencias tomadas para establecer los estándares de la arquitectura ‘social’ tergiversan de sobremanera la concepción misma de la arquitectura. La belleza y el bien son otorgados parcialmente, y la verdad es abordada de manera superficial y hasta prejuiciosa. Pero hay algo que no debe de ser malentendido. Reducir la magnitud de lo que debería ser bueno, bello y verdadero por una cuestión de economía no significa que haya ausencia de la moral, o ausencia del bien. Porque, en la misma lógica de Platón, la ausencia del bien (que vendría a ser la maldad) no sería más que ignorancia, y la ignorancia no es otra cosa que ausencia de conocimiento, ausencia de verdad. Y en un gremio como el de arquitectos, donde la verdad siempre fue abordada parcialmente, la ignorancia siempre ha sido una constante, una que aceptamos y adoptamos, consciente o inconscientemente.
Tal vez lo más contradictorio en este escenario sea que lo que despertó inicialmente el interés por fomentar una arquitectura ‘social’ en Lima se fundamentó principalmente en el movimiento que surgió en Medellín impulsado por el mantra de otorgar “lo más bello para los más humildes”[1]. Una iniciativa que nació y se ejecutó desde el Estado; que se basó en grandes proyectos y no en pequeñas intervenciones; y que entendió que el usuario, el que realmente importa, era merecedor de la belleza, del bien y de la verdad, independientemente de su condición social. Más allá de los cuestionamientos que se le pueden hacer hoy a Medellín, lo valioso de su intención original fue que en ningún momento pretendió – ni voluntaria ni involuntariamente – hacer diferencias entre lo que se le ofrecía al niño del barrio rico y al niño del barrio pobre. Algo que evidentemente no se ha tenido en cuenta aquí, en Lima, ya que, para sentarse, por ejemplo, a uno le ofrecemos una banca y al otro, una llanta.
Es cierto, no se puede negar que la economía de recursos inevitablemente condiciona lo bueno, lo bello y lo verdadero, pero también es cierto que es posible encontrar oportunidades en las desventajas. Si algo ha demostrado la historia de nuestra sociedad es que, cuando los recursos escasean, el ingenio abunda. Pero el ingenio no solo debe ser usado para desarrollar diseños, materiales, técnicas y métodos bellos y buenos, sino también para proponer alternativas que, engranadas a las competencias que posee el Estado, aborden el problema real y crucial: la ausencia de la práctica de la arquitectura en ese 70% de ciudad que se construye sola, sin técnica ni técnicos. Y así migrar de las intervenciones aisladas y de poco impacto a políticas integrales y efectivas.
Sería optimista pensar que, así como se ha establecido y aceptado la postura actual sobre lo que es la arquitectura ‘social’ en Lima, es posible -y hasta es un deber- establecer y aceptar una nueva postura sobre la misma, una que no la diferencie tanto de la arquitectura a secas sino, más bien, que la profundice y la enriquezca. Pero para lograr esto sería necesario reformular la manera de hacer y enseñar arquitectura, teniendo en cuenta, sobre todo, la importancia del conocimiento, de su entendimiento y de su aplicación. Porque para hacer buena arquitectura y para hacer buena ciudad, el arquitecto debe dejar de verse como una pieza única y empezar a verse como parte de un sistema, mayor y complejo, dedicado al entendimiento de la realidad, de nuestra realidad.
[1] Conocida frase de Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín y gestor inicial del cambio en dicha ciudad.
Nota: El presente texto obtuvo la primera mención honrosa en el II Concurso Nacional de Crítica Arquitectónica, realizado en Perú, 2017.
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