¿Qué diferencia una ciudad de una aldea?, ¿cuál es la distinción entre estos dos grupos de edificios y calles, aparentemente similares entre sí?, por qué se reconoce el origen neolítico de la aldea, mientras que la primera semilla de ciudad continua siendo un misterio? Aunque aldea y ciudad puedan considerarse similares, la ciudad posee un elemento único e innovador que la diferencia: la ciudadanía, la civitas.
Mientras que la aldea no pasaba de ser un sistema urbano eficiente para la convivencia de un grupo de personas, la fundación de una ciudad conlleva la institución de una idea muy concreta de sociedad, de un compromiso entre individuos para ordenar el mundo a partir de criterios compartidos.
La civitas es precisamente esa idea de orden social, el cúmulo de tradiciones, leyes, postulados y creencias que dan lugar a la comunidad civil. Por su lado, la urbs es la forma urbana especialmente dedicada a institucionalizar esa idea de sociedad. Fíjese que no se habla aquí de calles ni de casas, sino del momento de la institución, esto es, de la fundación de la ciudad. Como diría Fustel de Coulanges, mientras que la civitas es una herencia inmemorial acumulada a lo largo de los siglos, la urbs se funda en un día. Llenarla de calles, casas, y tiendas es tan sólo una consecuencia.
Como plantea Hermann Minkowski en "Vers une Cosmologie, Fragments Philosophiques" (París, 1967, p.149), "en el principio, el entorno era un océano movedizo. Es el devenir. La personalidad humana se desgaja de ese devenir y se afirma ante él. La persona lo hace como puede, es decir, modelando el entorno a su imagen, conforme a unas características tanto individuales como generales".
En este sentido la ciudad no es un conjunto habitacional sino un dispositivo cosmogónico, que explica el origen del orden –cosmos– en el desorden –caos-. Las instituciones políticas –polis– son garantes del funcionamiento de dicho dispositivo y de las leyes que lo rigen. Por lo tanto, su existencia afecta a la forma urbana fundacional al mismo nivel que la civitas o la urbs. Ya en el siglo IV a.C. Aristóteles identificaba esta circunstancia y presentaba el acto fundacional como una práctica ligada y sometida al régimen político. De Coulanges probablemente propondría un debate sobre si la Polis es un elemento posterior, más complejo, no tan esencial.
Respecto de los lugares fortificados, a todos los regímenes no les conviene lo mismo. La acrópolis, por ejemplo, es útil a un régimen oligárquico o monárquico; al régimen democrático le conviene la llanura, y al aristocrático ninguna de las dos cosas, sino más bien varias fortificaciones.
Aristóteles, Política, II, 8, 1.
Joseph Rykwert propuso en los años 60 que todas estas fundaciones políticas y simbólicas comparten ciertos elementos comunes. Desde el Valle del Éufrates a Etruria, a Grecia, a Roma, a China, a la India, al África subsahariana, a la Norteamérica Indígena y a la Latinoamérica Precolombina, toda fundación ha representado un orden cósmico y ha poseído un centro institucional y religioso, unas direcciones principales, un límite, unas puertas y un laberinto interno. Este artículo no posee ilustraciones, pero el croquis que quisiera mostrarte es ese mismo que ya estás dibujando en tu cabeza. Centro, vías, límite, puertas y laberinto. Eso es. Ahora lo único que distancia a tu acto mental de una verdadera fundación urbana es la aceptación incondicional de que esos elementos construyen sobre la tierra el orden del universo.
Hasta aquí la lección de historia, de historia en el sentido de que estos ritos e instituciones aparentan estar muy alejados de la metrópolis difusa y desparramada que la mayoría habitamos hoy en día. Si tienes la suerte de vivir en una ciudad pequeña, aún así estás conectado a la red de redes, a la marisma líquida de datos y vectores que rige el mundo. Parece que a excepción de algunos lugares concretos como los centros patrimoniales europeos o la(s) plaza(s) Bolívar americanas, la ciudad contemporánea es más un sistema de elementos agregados que un gesto cósmico garante de orden. Esto es así, por supuesto… Siempre y cuando ignores a la otra mitad de la producción urbana actual: las ciudades de ficción.
La literatura, el teatro, el cine y el videojuego son artes plagadas de ciudades. Desde el Antiguo Testamento a A song of Fire and Ice (1996-), la obra de ficción se desarrolla en contextos a menudo urbanos, ciudades que por su propia naturaleza no poseen la complejidad deleuziana de la urbe contemporánea. Cada una de las ciudades de la obra de George R. R. Martin representa una posición política y un modo específico de enfrentarse al mundo. No en vano se trata de uno de esos “libros-con-mapa”, género que podría considerarse fundado por Utopía en 1516.
El opening de la serie de HBO Game of Thrones resulta un gran acierto en este sentido. A falta de una cartografía física como la que acompaña al libro, la presentación de GoT es el propio mapa, es el territorio. A través de una infografía abstracta y estilizada, el espectador recorre una a una las principales ciudades de cada capítulo.
Kingslanding se sitúa en un risco coronado por la gran fortaleza real, cuanto más abajo vivas de ella, más abajo estás en el escalafón social: todo un homenaje a Aristóteles. El centro de Winterfell es externo a la fortaleza y tiene forma de árbol, pues es una ciudad que honra a los dioses antiguos. The Wall no es la “ciudad-muro” sino la “ciudad-puerta”, aquella que decide lo que queda dentro del orden social y lo que queda fuera, lo “salvaje”. Pentos es la ciudad “al otro lado” y se presenta en base a su enfrentamiento con Kingslanding. Es la orilla contraria, el refugio del “otro” personificado por los últimos vestigios de la casa Targaryen y sus aliados Dothrakis.
Todas estas ciudades son urbs caracterizadas para albergar civitas singulares, imaginadas pero vinculadas a nuestra propia historia. Sus elementos fundacionales son poderosos, básicos pero reveladores. Sus formas institucionalizan órdenes políticos muy claros que el espectador puede leer desde el primer fotograma. De este modo, la práctica clásica de fundar ciudades como mensajes de orden pervive hoy en estas urbes de ficción. Por muchos siglos que hayan transcurrido, Roma aún no ha muerto.
Se excavó un hoyo
hasta llegar a suelo firme,
y se depositaron frutos en el fondo,
junto con tierra de los campos vecinos.
Se tapó de nuevo el hoyo
y un altar se puso encima.
Y sobre este nuevo hogar
se encendió el fuego.Ovidio, Fastos, IV, 819.