Texto por Sergio Baeriswyl Rada. Arquitecto Urbanista. Premio Nacional de Urbanismo año 2014 y Alberto Texido Zlatar. Arquitecto PhD. Académico U. de Chile / Corporación Metropolítica.
Desde el año 2010 a la fecha, nuestro país ha sido golpeado una y otra vez por eventos originados en la naturaleza, los que han provocado grandes catástrofes en las ciudades. Terremotos, tsunamis, incendios, aluviones, marejadas y amenazas de erupción volcánica, han transformado a las ciudades en el epicentro de las amenazas, en un país con casi el 90% de sus habitantes viviendo en ellas. Esta combinación de alta población urbana sobre un territorio extremadamente amenazado por eventos -que persistimos en llamar- naturales, hace que hoy figuremos entre los 10 países con mayor riesgo urbano del mundo, como lo confirma el Weltrisikobericht del año 2016, elaborado por la United Nations University con sede en Bonn, Alemania.
A pesar de esta evidencia, nuestras ciudades, tanto en la estructura institucional, presupuestos preventivos, como en sus instrumentos de regulación, no han tomado conciencia de esta realidad, y cada vez que ocurre una nueva catástrofe, el país se moviliza, las autoridades comprometen recursos públicos y capital humano para emprender procesos complejos de reconstrucción. Luego, se anuncian cambios para mejorar los sectores amenazados, de tal modo que estas catástrofes no vuelvan a ocurrir, como también se habla de mejores modelos de planificación para procurar ciudades más sustentables y resilientes, que motivan y nos entusiasman a creer que el futuro de nuestras ciudades debe ser y será mejor.
Pero no debiéramos ser tan ingenuos. En la actualidad muchas de las iniciativas de modificación de normas, o la creación de nuevos instrumentos para enfrentar catástrofes, se han limitado a mejorar las capacidades reactivas, y muy poco en materia de planificación urbana. La Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones sigue presentando los mismos problemas y deficiencias para aplicar las zonas de riesgos, lo que hace que ciudades, tan afectadas por el terremoto y tsunami de 2010, como Talcahuano, Dichato o Penco, aun no cuenten con normas que regulen sus áreas de inundación. Algo similar está ocurriendo en Valparaiso luego del incendio de 2014. Nada ha podido evitar que gran parte de las quebradas siniestradas, se encuentren nuevamente reconstruidas por la informalidad, tal cual fuera, antes del incendio. Y habrá que esperar para ver qué ocurre con las zonas destruidas por los aluviones en el norte de Chile que, a juzgar por los casos anteriores, no debiera tener un destino muy diferente.
Lo anterior, lamentablemente, nos obliga aceptar que ni el terremoto, ni el tsunami más devastador de los últimos años, ni el incendio urbano de Valparaíso, ni los aluviones más inesperados en el norte de Chile han logrado detonar cambios instrumentales y legales que permitan construir ciudades más resilientes en el tiempo. En consecuencia es el momento de validar la tesis que dicta que, las ciudades no son prioridad del discurso político, porque las verdaderas transformaciones que ellas necesitan tardan demasiado, más que los tiempos y expectativas electorales. En conclusión, parece resultar más efectivo para las autoridades legislar y promover obras que impacten y aseguren dividendos a corto plazo.
Bajo esta lógica, la creación de nuevos instrumentos de planificación para la resiliencia de las ciudades y la modificación a la actual Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones, en lo relativo a la normativa de riesgo, seguirán esperando. De igual modo, seguiremos esperando a las autoridades del futuro, que gobiernen las ciudades con una mirada de largo plazo y defiendan el bien común, por sobre todos los otros bienes, lo que implica ineludiblemente planificar con decisión de cambio, para evolucionar en ciudades más seguras, a pesar que este proceso pueda ser impopular.