Hace pocos días falleció Claudio Caveri, un arquitecto que eludió siempre las categorías establecidas para construir una obra personal, por fuera de los cánones de la disciplina, un arquitecto que trabajaba en los márgenes.
Caveri parece haber sido toda su vida un inquieto inconformista. Esta inclinación lo llevó a organizar, en 1958, la Comunidad Tierra, un grupo de orientación cristiana, progresista y utópica que se instaló en el partido bonaerense de Moreno, dándole la espalda a su origen de clase media de padres inmigrantes, e imponiéndose un exilio interno en la periferia rural más olvidada de la gran metrópolis. Allí trabaja como albañil y como carpintero. Más tarde funda una escuela técnica para la comunidad y ejerce su rectorado hasta entrados los 80. A fines de esa década trabaja en el Programa Olmos, que se ocupó de proyectar y construir con un grupo de presos una cárcel para recuperación de jóvenes.
Caveri también fue un gran lector y su erudición se volcó en los numerosos libros que publicó desde 1965 y que constituyen una obra en sí misma. Éstos resumen gran parte de su particular pensamiento y justifican su obra, asumiéndose desde una situación periférica. Sin embargo, la preocupación por mostrar su producción arquitectónica ocupa en estos libros un lugar secundario. Su deseo pareció ser como encontrarle un sentido a la arquitectura latinoamericana desde el mestizaje de su propia lógica, pero sin eludir la pesada carga del pasado europeo. Los libros forman un corpus de obra coherente en sí misma. Sus textos se intercalan con profusas citas a filósofos y pensadores que van desde Heiddeger a Santo Tomás, desde Einstein a Kusch, por nombrar solo a unos pocos. Alternando con las páginas escritas, curiosos collages de imágenes terminan de conformar el armado de los libros. Entonces, podemos decir que la escritura funciona como collage y las imágenes como citas.
Pero vamos a hablar también de su arquitectura: a mediados de los 50, junto con Eduardo Ellis, proyectan y construyen en Martínez, al norte de Buenos Aires, el complejo y la Iglesia de N. S. de Fátima, que reconoce variadas influencias y se materializa en una planta centralizada producto de la nueva liturgia propuesta por concilio Vaticano II. Este templo, en el que podemos encontrar elementos y características propias de las capillas jesuíticas del siglo XVII y XVIII, estrategias proyectuales de indudable sesgo moderno y referencias al Le Corbusier brutalista, a Louis Kahn y al primer Mies, está sabiamente articulado con el entorno urbano mediante un generoso atrio concretado con terrazas y escaleras, que hacen las veces de sitios de reunión al aire libre. Su rica espacialidad soslaya la rigurosa geometría que ordena la planta. La luz, sabiamente dosificada, entra rasante por rajas en las esquinas y, convenientemente filtrada por finas pantallas de mármol que hacen las veces de cerramientos, recupera el misterio que se perdió con el exceso lumínico que sobreviene con la arquitectura moderna. Su expresión material, ladrillo pintado de blanco y hormigón armado, refiere con su austeridad a aquellas pequeñas iglesias jesuíticas que jalonan muchas de las provincias argentinas.
Esta obra sería el puntapié inicial de una serie de edificios (algunas iglesias, pero sobre todo viviendas suburbanas) proyectados por un grupo de arquitectos de origen católico, sólidamente formados en la disciplina, con presencia en Argentina hasta mediados de los 70, que constituyeron un difuso movimiento llamado “Casas Blancas” y que reunió la obra de Ascencio, grupo Onda o Víctor Pelli entre otros, aparte de los ya nombrados. El nombre proviene de una exposición organizada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 1964. La exposición, organizada por el arquitecto y crítico R. J. E. Iglesia, terminó por dar entidad a una serie de edificios que se venían realizando desde hacía ya varios años. Esta arquitectura, algo arcaica, antirracionalista, muraria, de particular riqueza espacial, articulada con su entorno, se construye con muros blancos de ladrillo o de hormigón visto, cubiertas inclinadas, aberturas de madera y pisos de cerámico rojo, con las texturas a flor de piel que juegan con las sombras de aleros y pérgolas.
Las búsquedas de estos arquitectos iban en una dirección claramente opuesta a las corrientes dominantes en ese momento y se orientaban hacia el rescate de recursos de arquitecturas populares y tradiciones constructivas autóctonas. Paradójicamente, esta arquitectura sería apropiada por sectores intelectuales de clase media alta. Incluso la difusión del lenguaje llegó a tal punto, que a principios de los 70, se podía ver en emprendimientos comerciales y recreativos.
Más tarde, Caveri sigue su propio camino y su arquitectura, casi toda concentrada en Moreno y en el Gran Buenos Aires, se realiza en formas atemporales, orgánicas, donde espirales (como forma abierta) y círculos se enlazan para dar lugar a espacios de inusual complejidad con mínimos recursos. Aquí los muros se disuelven en cubiertas cónicas que nacen desde debajo de la tierra, enrolladas sobre sí mismas. Ya no hay distinción entre elementos portantes y portados, todo se funde en un continuo de espacio y luz tamizada. Apelando a técnicas constructivas sencillas e ingeniosas, que prescinden de mano de obra calificada, su producción se limitó a edificios de carácter colectivo (escuelas, seminarios, casa de retiros) y algún escaso ejemplo de arquitectura residencial.
Sin duda, estamos ante un válido intento de fundar una arquitectura propia, conscientemente alejada de la producción de los centros de legitimación de la disciplina.
Las fotos publicadas en este articulo corresponden a El Jacarandá, ubicada en Reconquista, al norte de la provincia de Santa Fe. La obra es del año 1965 y es la casa de ejercicios espirituales. El Jacarandá…es una de las pocas obras de Caveri que no está en el gran Buenos Aires.